A medida que nos
acercábamos a la estación, un dulce dolor me nacía en el pecho. Lo llamé Miedo,
lo apellidé Ilusión. Como una caricia del cielo, la brisa suave me recibió en
cuanto bajé al andén. Siempre recordaré aquel amanecer madrileño porque
despertó en mí la nostalgia de mi hogar, mi tierra y mi gente. Dejé atrás la
estación de Atocha y con ella todo lo que había abandonado para llegar a la
capital española. Todo a lo que había renunciado. Ante mí se alzaba una ciudad
de edificios que ardían con los primeros rayos de sol. Qué pequeña me sentí
entonces, como una gota en la inmensidad del mar.
Llegué a Madrid
sola, con la guitarra de viaje al hombro y una maleta cargada de sueños, cartas
de recomendación y dinero insuficiente para pagar un billete de vuelta. A
aquellas horas las calles eran pasarelas de madrugadores, todos levantados y
muy pocos despiertos. Iban y venían, bebían café, arrastraban ojeras… Habían
perdido con el paso de los años el dinamismo y la ilusión. Y día tras día
sucumbían ante la rutina. Rogué para no convertirme en una de ellos.
El gran reloj que
estaba en la fachada de la estación marcaba las siete y tres minutos de la
mañana. Tenía dos horas libres hasta mi primera entrevista de trabajo. Miré al cielo,
cerré los ojos, respiré profundamente y me dirigí al único lugar que conocía,
el Retiro. Y bajo el monumento de Alfonso XII observé Madrid.
Mientras, comencé
a temer que tal vez me había equivocado, que aquel no era mi sitio. Yo no era
valiente, ni fuerte, ni tenía grandes cualidades. Pero mi hermano me había
enseñado que el que no arriesga no gana y desde luego con aquel viaje yo lo
había arriesgado todo con la esperanza de ganar algo. Lo dejé todo por
perseguir mi sueño. Aquellos pensamientos me inspiraron y empecé a tocar la
guitarra. Al poco tiempo una niña se acercó a escucharme. Me miraba sonriendo,
con la curiosidad y el brillo en los ojos de la más pura inocencia.
-Cántame “Aquella tarde”.- Su desparpajo y su pelo
rojo me cautivó y claro está, no pude negarme.
Toqué aquella
canción que tanto me recordaba a mis veranos preuniversitarios. Toqué como si
esa canción fuese a darme una respuesta a mi eterno porqué. Cuando terminé el
último acorde le extendí mi mano y me presenté.
-Alba Martínez. Periodista, astronauta, melómana, actriz
y desde hoy, una gran fan tuya.
Ella me dio la mano con timidez.
-Elisa Tessier…- pensó un poco- de momento solo soy
una niña. Pero algún día seré princesa.
Aquella fue la
primera sonrisa sincera que esbozaba desde hacia tiempo inmemorable. Sus padres
llegaron a los pocos minutos y se la llevaron temiendo que yo fuera a robarles
a su preciosa criatura. Se despidió de mí mientras se alejaba arrastrada por
unos padres que aún tenían el rostro enmarcado de angustia. Recordé a Sabina y
suspiré.
-¡Joaquín, aún quedan princesas en Madrid!
Pasaban los
minutos y opté por desayunar algo en el primer bar que encontrara abierto. No
me fue muy difícil. Qué ambiente tan castizo se respiraba en aquellas calles,
en aquellos bares. Tomé un café o tal vez dos y me aventuré a perderme por las arterias
del corazón de España. Quiso la suerte, o tal vez mi desconocido sentido de la
orientación, que volviera al Retiro y allí me quedé esperando a que pasara algo
interesante. Por primera vez en mi vida me estaba aburriendo y eso me preocupó.
Volví a tocar con la esperanza de que algún otro público se acercara a
compartir conmigo unos momentos de compañía. Y así fue. Esta vez fueron dos
muchachos jóvenes de apenas seis o siete años menos que yo.
-Eres buena- dijo el alto con el pelo rapado y la
sudadera gigante.- No eres de “Madriz” ¿verdad?
-¿Tanto se nota?- pregunté yo sorprendida.
-Sí- contestaron al unísono. Dejaron resbalar en su
afirmación un ligero toque de superioridad que me llegó a parecer cómico.
Intercambiamos
algunas palabras más que no recuerdo. Me comentaron algo sobre fiestas, cubatas
y manifestaciones. Fue una conversación sosa y superficial que terminó pronto.
Teniendo en cuenta que yo no llegaba a los treinta seguramente me tacharon de
conservadora, radical o rara. No me extrañaría. Recordé a Sabina de nuevo.
Ciertamente a los niños les seguía dando por perseguir el mar dentro de un vaso
de Ginebra.
Volví a quedarme
sola, muy sola. Aquella soledad me aterraba y me refugié en un libro que
llevaba siempre conmigo. Lo abrí por una página al azar y leí en voz alta.
-¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño…
- Y los sueños, sueños son.- Una voz a mis espaldas terminó aquella gran
frase por mí.
Me di la vuelta y encontré a un señor mayor de
brillante pelo blanco apoyado en un bastón.
-“La vida es sueño” de Calderón de la Barca. Un buen
libro señorita. Dígame, ¿es usted actriz?
-Soy aspirante a serlo.
-Entiendo… - Aquel hombre se sentó a mi lado como si
me conociera desde siempre. –Y a parte de vocalizar y representar, ¿qué le ha
enseñado el teatro?
-Me ha enseñado que la vida es una escena y que
puedo ser el personaje que yo desee. Que no me limita de dónde vengo, quién soy
o qué tengo. –dije sin dudarlo un instante.
Hice sonreír a
aquella fuente de sabiduría andante y me di por satisfecha. Don Esteban Ruíz,
que así me dijo que se llamaba, me hizo compañía unos minutos en aquel viejo
banco de El Retiro y me relató viejas historias y leyendas urbanas madrileñas
que yo escuché fascinada. Pero como mis anteriores interlocutores se marchó.
Eran ya cerca de
las nueve y media y me propuse encontrar la redacción del Hermes, el periódico donde me iban a hacer la entrevista de
trabajo. Me recibió en un pequeño despacho un señor con bigote que fumaba mientras
hacía como que leía mi curriculum vitae.
Me recordó a Walter Matthau en su papel de redactor jefe de aquella película de
periodistas que tanto me gustaba, Primera
Plana.
-Bien,- dijo finalmente.- no le voy a engañar. El
mundo del periodismo esta en un momento…
-¿Lamentable?- sugerí.
-Iba a decir crítico, pero su adjetivo me gusta más.
En los últimos tres meses he tenido que echar a la calle a casi la mitad de
nuestra plantilla. Dígame una buena razón por la que debería contratarla.
Me mordí el labio
inferior como suelo hacer cuando algo me preocupa. Pensé y pensé pero no
encontré ninguna buena razón para darle a aquel estresado redactor, o tal vez
la encontré pero la descarté automáticamente al no considerarla suficientemente
buena.
-Sé escribir.
-¡Por el amor de Dios!- puso los ojos en blanco y se
masajeó las sienes.- Tengo a demasiados intentos de best-seller publicando columnas para rellenar espacios.
-Los escritores de best-sellers son, en mi
sincera y humilde opinión Don Jaime, una
casta de indeseables. Yo sé escribir.- enfaticé.
El señor redactor
me miró frunciendo el ceño y accedió a darme una oportunidad para demostrarlo.
-Quiero aquí mil palabras para mañana a las seis.
Se lo agradecí de
todas las maneras posibles y corrí a escribir el pasaporte a mi futuro. Volví
al bar en el que había desayunado aquella misma mañana, saqué mi bloc de notas
y mi bolígrafo con publicidad de mi facultad que guardaba como oro en paño y
solo utilizaba para escribir cosas importantes. Y desde luego esta lo era.
Desgraciadamente,
las Musas se negaban a compadecerse de mí. Pasó una hora, otra hora y poco a
poco empezaron a brotar de mí palabras. No me gustaba lo que escribía y lo
tachaba, volvía a empezar y al final me frustraba porque no conseguía nada consistente.
De pronto, en mitad de aquella desesperación, recordé a Elisa, la pequeña
pelirroja. Y partiendo de ella escribí un relato sobre la inocencia, la
libertad, el amor a pesar de la enfermedad… No era lo mejor que había escrito
nunca pero era lo único que tenia.
Aquella noche
soñé, y digo soñé porque la emoción me impedía dormir, en un hotel de mala
muerte pues mi reducido presupuesto apenas me daba para pagarme el desayuno del
día próximo y el billete del metro hacia la redacción. A la mañana siguiente,
mi segundo amanecer madrileño lo viví desde la puerta del periódico en la cual
esperé a que abrieran desde las seis y media de la mañana.
-Usted aquí, - dijo Don Jaime al verme.- me extraña.
-No debe extrañarle.- respondí yo intentando sonreír
para disimular los nervios. Le tendí el borrador de mi primera columna
periodística.- Espero verle pronto aquí, que tenga un buen día.
Dicho esto me di
la vuelta y caminé hacia mi hotel. Tal vez fueron imaginaciones mías pero creí
oír un “Yo también”. Nada más abrieron los kioscos corrí a comprar un ejemplar para
salir de mi asfixiante duda. Busqué en todas las páginas con ansias y a medida
que se iban acabando mi desilusión aumentaba. Nada, ni una columna, ni una
mención. Tiré el periódico en la primera papelera que encontré, decepcionada.
Y volvía estar
sola. Quise regresar a casa. Estaba ya decidida a buscar cualquier trabajo para
pagarme el billete de vuelta cuando una brisa suave como la que me dio la
bienvenida a Madrid arrastró a mis pies una página de un periódico. Era la portada
y la contraportada del Hermes. Me
paré en seco, todos los músculos de mi cuerpo se tensaron. Me había olvidado de
mirar la contraportada. Se me cortó la respiración. Allí estaba: “Libero” por
Alba Martínez.
En aquel momento sentí la certeza profundísima de
que estaba exactamente en el lugar en el que debía estar. Entendí que la
casualidad no existe y que la vida realmente es una escena, un instante de
coraje. Y yo había decidido arriesgar y había ganado un pedacito de felicidad.
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